Por Nadia Sotelo
Son las cinco de la tarde del día viernes 29 de Mayo de 2015 y me dirijo a la Plaza de Parque Patricios con motivo de celebrarse el primer Festival de Ciudad Verde. Al ingresar, me topo con puestos que indican e informan sobre las charlas que tendrán lugar durante todo el fin de semana. Por desgracia llegué tarde y no pude escuchar las charlas informativas, pero agarré cualquier tipo de folleto que se hallara en el lugar y me dispuse a leerlos y a caminar.
El verde de los árboles y el sentimiento de tranquilidad hicieron que recorriera gran parte del parque sin cansarme y, al ver que no tenía mucho por que mirar, me decido a volver a mi casa. Sin embargo, había comenzado una clase gratuita de yoga, que era la última actividad del día y me puse a ver qué hacía la gente.
En ese momento había un profesor de dicha disciplina que alentaba al público a participar de la clase y aunque la gran mayoría de las personas convertidas en alumnos lograba adecuarse a las técnicas de este movimiento, otros preferían alejarse al ver que no les salía nada. Al terminar la clase, que no duró más de media hora, los docentes que la ejercían sólo publicitaban el lugar en dónde brindaban las clases y amagaban con darle un premio al que mejor se desempeñara en la actividad, cosa que nunca hicieron.
Si bien informaban que la práctica del yoga se podía hacer al aire libre y sin necesidad de gastar dinero, se podía observar que el único motivo que los había convocado al lugar era el de lograr conseguir gente para llenar sus escuelas. Al salir de la parte fraccionada en donde se llevó a cabo la clase, se veía una fila inmensa cubierta de familias que querían aprender a usar la bicicleta, pero el objetivo era casi imposible debido a que había una sola bicicleta para muchos y, como suele ocurrir en cualquier actividad gratuita, si no se desea esperar se recurre a retirarse y eso fue lo que muchos hicieron, incluso criticando que solo hubiera una bicicleta para una cantidad considerable de gente.
Por otro lado, me metí en un circuito en el que estaban presentes figuras de personas realizadas con productos reciclados. Allí los niños corrían felices y se sacaban fotos, como si fuera La República de los Niños en donde está presente Manuelita. Esta especie de museo de reciclado se encontraba cerca de la plaza de juegos, por lo que los padres podían dejar solos a los chicos, mientras disfrutaban de un momento de tranquilidad mediante su observación de piezas recicladas.
Siendo casi las seis de la tarde, el día no ha terminado. Las charlas ya concluyeron, así como las actividades. Pero quedaba una de las que muchos querían ser partícipes, el recital que abría este tipo de festival y para ello la banda elegida era Los Pericos. Cerca de las seis menos cuarto, se puede ver a personas que se reúnen en una parte específica de la plaza, aquella que se encuentra en frente de un escenario. Hay una parte izquierda y derecha que se separan por un centro que sirve de fila, en el que se supone pasará el cantante de la banda en alguna canción.
En los momentos previos al show, me encuentro con dos chicas de 18 años que están cursando su último año de secundaria. Llevan puestas remeras de bandas de rock y se puede ver a simple vista que poseen muchos tatuajes. Sentadas en el piso, con mate en mano me acerco a ellas y les pregunto si es la primera vez que asistían a un recital. Yo intuía que no, pero quería asegurarme, debido a que las apariencias engañan. Me contestaron que asistían a recitales desde los 15 años y que lo vivían como una filosofía de vida, ya que la música las guiaba a otros horizontes.
Había un hombre que se encontraba exaltado y que trataba mal a todo el mundo. Nada le agradaba y lo único que repetía incansablemente era que su vida era el rock y la marihuana. De hecho casi se pelea con una persona de seguridad porque no lo dejaba estar más cerca del escenario. Lo cual era absurdo, ya que estaba posicionado en la primera fila y no podía avanzar más.
Un señor que aparentaba tener unos 70 años y que usaba unos anteojos muy pronunciados me sorprendió, estaba impaciente por el comienzo del show y decía que no se perdía ninguno y que al ser jubilado en vez de juntarse con viejos y hacer cosas que le resultaban aburridas, él quería vivir la vida, sentir la juventud y decía que el mejor momento en que expresaba estos sentimientos era a través de la música.
Alguien que me asombró fue un chico de mi edad que trabaja de zapatero y que había llegado solo. Mi sorpresa se debió a que casi todas las personas venían acompañadas, pero en ese momento nos encontrábamos en igualdad de condiciones. Me comentó que era un fiel seguidor de las bandas de rock, pero que el reggae era su debilidad. También me informó que no se perdía ningún show gratuito y disfrutaba de espectáculos al aire libre porque puede fumar sin que lo molesten.
En el escenario se produce la prueba de sonido y todas las personas que se encuentran presentes como espectadoras se introducen en un laberinto de encuentro. A las seis y cinco minutos comienza el show. En ese momento, mientras hay padres que se encuentran atentos al show, sus niños empiezan a correr en un micro espacio y a jugar con elementos que trajeron desde sus casas, como por ejemplo mochilas y muñecos.
Al instante se visualizan banderas que llevan algunas personas encima, que dan cuenta de su fanatismo por la banda y también se encuentra presente la marihuana que está por todos lados. El humo de esa droga es tan potente que invade el aroma de los árboles que conforman el parque. A la vez que se derrama agua por el piso de una botella. Lo que pasa es que tal es el fanatismo de la gente que no les importa si se les cae algo. Siguen como si nada ocurriera.
Casi todos se encuentran fumando y cantando. Los nenes saltan; así como lo hace una madre con un niño de dos años en brazos. Celulares en manos, cámaras encendidas preparadas para filmar. Se produce el encuentro de dos mundos y edades diferentes. Por un lado un adolescente de unos quince años y un señor pelado que aparentaba tener unos cuarenta, se abrazan y cantan juntos; dándose una unión que sólo la música puede conseguir. Después de cuatro canciones el más joven se va.
En mitad del show la gente empieza a corear el nombre de Juanchi, el cantante de la banda. A la vez que se escucha “aguante Huracán”, que es el club de fútbol que representa al barrio.
Desde el lado izquierdo de la fila se puede observar la tranquilidad, niños muy pequeños durmiendo en brazos de sus madres o tosiendo, cansados y aburridos del show, y por el lado derecho una avalancha de jóvenes de edad púber que saltan, gritan y comienzan a hacer pogo, aunque la música no lo amerita. En un momento en el escenario, la guitarra del cantante no funciona, pero inmediatamente recibe asistencia de los técnicos que le alcanzan otra.
Son las siete y media de la tarde y se anuncia la despedida del show. Las personas no contentas con esta decisión, insisten en que se cante una canción más y eso se cumple dando por terminado el show.